Qué vergüenza. Descubro que no hay una calle dedicada a Galdós en Gerona. Ningún otro escritor ha puesto, como él, a la ciudad en el mapa del mito. El Episodio dedicado al sitio de los franceses, tremebundo y emocionante, pintura negra de los horrores de la guerra, es de los mejores que escribió. Luego remachó el clavo con una obra de teatro, concisamente titulada Gerona. Las fuerzas vivas no han visto aún el momento de agradecérselo. Es un excelente ejemplo de la memoria histórica catalana. Ni las fuerzas vivas ni las fuerzas muertas, aunque sea difícil distinguirlas. Cuando en el año 1914 se organizó una recolecta nacional para aliviar la situación de un Galdós pobre, desamparado y ciego el Ayuntamiento de la ciudad rechazó sumarse. Lo impidió el establishment habitual hasta nuestros días: es decir, la suma de regionalistas y carlistas (versión jaimita), que tumbaron la propuesta de republicanos y liberales. Lo explica Jean-François Botrel en un artículo muy didáctico donde se destruye cualquier posibilidad de que Galdós fuera en su tiempo un escritor nacional: sólo el escritor de una burguesía y de una nación que nunca llegaron a constituirse.
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El desdén pasado y presente de Gerona hacia Galdós es el símbolo perfecto del desdén general con que la dirigencia cultural y política catalana observa el bicentenario del levantamiento. El desdén sólo tiene una coartada: el error del remoto presidente Joaquín Leguina, cuando decidió hacer del 2 de mayo la fiesta de la Comunidad de Madrid, truncando su celebración española. (Es instructivo echar un vistazo a la prensa de hace cien años: el 2 de mayo se celebraba con pompa y pólvora en todas las ciudades de España). Vuelta a Galdós y a su rol fundamental en el relato. Jordi Pujol se lamentó en una ocasión de que Cataluña no hubiese tenido un galdós: no acertaba a ver, tan nacionalista y tan présbite, que lo había tenido y era Galdós. Pero más allá del incidente visual su razonamiento era certero. Galdós fijó la crónica nacional española de la época moderna, con independencia de que, siguiendo la tesis de Botrel, no tuviera lectores ni propagandistas ni legisladores. Digamos que, de algún modo, dejó la crónica disponible.
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Si los socialistas catalanes, que dominan todos y cada uno de los resortes de la Cataluña contemporánea, no tuvieran un comportamiento político vergonzantemente (y a veces vergonzosamente) nacionalista; si hubiesen sido capaces de fijar un estandar cultural propio, equidistante del jaimismo y del regionalismo; si pudiesen proclamarse sin anacronismo ni abuso herederos legítimos de esos republicanos y liberales que se batían el cobre por Galdós, cuando la reacción lo vejaba por anticlerical y disolvente, abrazarían esa crónica y harían del escritor un héroe de las Españas y hasta del federalismo asimétrico.
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¡Pero quia, Galdós! Un madrileño…
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(Coda: «Dígasme tú, Girona si te n’arrendiràs…/Lirom lireta./Cóm vols que m’rendesca/si España non vol pas» Gerona. Benito Pérez Galdós.)
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