por
IGNACIO CAMACHO
El envilecimiento de la política vasca no es más que el reflejo de una sociedad enferma en la que se ha perdido la percepción de los códigos naturales que distinguen entre el bien y el mal, entre la justicia y la injusticia, entre la libertad y la opresión, entre la decencia y la abyección. Siempre hay un casuismo, una excepción, una excusa, un atrabiliario porqué con el que justificar el extravío de la normalidad, aunque se trate de una normalidad tan simple, tan elemental, tan primaria como rechazar o condenar un asesinato. En la asfixiante cerrazón de su burbuja moral, esa gente maneja extravagantes argumentarios que creen dotados de una lógica coherente sin reparar en que para la mayoría de los mortales se trata sencillamente de la expresión de un siniestro y descabellado desvarío colectivo.
El simulacro de moción de censura en Mondragón podría ser un preclaro símbolo de todo este dislate envenenado de relatividades. Para empezar, nacionalistas y socialistas celebran como un gozoso progreso histórico el perifrástico acuerdo para pedir a los cómplices de los asesinos que se muestren al menos consternados por los asesinatos. A ese peregrino hallazgo cobardón lo llaman «moción ética», no siendo más que un pusilánime rodeo para dilatar la expulsión de una alcaldesa indigna a la que jamás se debió permitir el acceso al cargo ni a la candidatura. Después, en una pirueta incomprensible, la concejala del Partido Popular, mujer valerosa de coraje casi heroico, decide abstenerse de apoyar ese mínimo punto de encuentro, refugiada en un alambicado razonamiento sobre la hipocresía de sus colegas. Luego, los bizarros arrendatarios de la franquicia de IU dividen su voto entre la abstención y la negativa, convirtiéndose de hecho en cómplices de los cómplices, y permiten que incluso el timorato requerimiento de dignidad naufrague en la orilla de su propia tibieza. Para remate, el periódico proetarra se cachondea con cáustica crueldad del sainete -«PNV y PSE se quedan solos»-, enfatizando con mordacidad punzante la incomprensible comedia de despropósitos. Y todo eso en medio de un clima intimidatorio de amenaza y coacción sin el que acaso podría resultar esperpéntico lo que no es más que la escenificación simbólica de una profunda tragedia de confusiones morales.
Quizás intimidado por el coriáceo ejercicio de intransigencia de sus correligionarios vascos, hasta el siempre contemporizador Llamazares se ha visto obligado a ejercer contra ellos una pantomima disciplinaria, acusándolos de tener «menos sensibilidad que una almeja». Pero bien poco después, en Hernani, otro presunto ejemplar de molusco calcaba la jugada ante una fotocopia de la audaz requisitoria «ética», igualmente fracasada en virtud de su equidistante criterio de papel de fumar evidencias. He aquí, en este demencial teatro del absurdo, la paradoja macabra del drama vasco, empantanado en rebuscados retruécanos dialécticos, contemplaciones justificatorias y achantados canguelos que dan carta de naturaleza a la violencia como sistema de poder y a la amenaza como forma de dominio. Qué culpa tendrán de todo eso las almejas.
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