martes, 14 de octubre de 2008

Se trataba de dinero

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ABC
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IGNASIO CAMACHO
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BUENO, algo nos vamos aclarando. Quizá se trataba de un problema de traducción: cuando los financieros hablaban de quiebra del sistema se estaban refiriendo a sus propios balances, y cuando hablaban de confianza en realidad querían decir dinero. Mucho dinero. Pasta gansa, tela del telón. Cash, efectivo, parné. Guita, plata, martín martín. Billones de euros públicos para sanear sus activos, cuadrar sus resultados y continuar como si nada hubiera pasado. Tantas vueltas para eso: las ideologías, el motín de los mercados, el fin de la Historia... todo se reducía a una factura. Gorda, grande, onerosa, una auténtica clavada, pero una factura. La cuenta de los platos rotos durante los años felices de la especulación desregulada, de la orgía de las hipotecas titulizadas y los fondos de riesgo. La lápida del día después de la resaca. La mano invisible del mercado era una mano extendida para recibir el importe de los desperfectos que ella misma había causado en sus días de euforia.
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Las bolsas bajaban en picado porque nadie se hacía cargo de la nota. Los Estados titubeaban enredados en cálculos y promesas, y los tipos que se llaman a sí mismos «el mercado» tensaban la cuerda de la desconfianza. Fue una rebelión en toda regla; los bancos centrales bajaron los intereses y el Euribor ni se coscó. Un mensaje nítido expresado en las cifras verdes de las pantallitas bursátiles: o los Gobiernos se rascaban la cartera o íbamos todos al hoyo. Era viernes, y había un fin de semana para reflexionar. Y vaya si hubo reflexión. Presos del pánico, los próceres de Europa decidieron aflojar; vale, vale, pagaremos lo que haga falta. Y el lunes, los mercados sonreían bajo una fresca lluvia de dólares y euros que regaba las secas correntías del sistema monetario. Pero es sólo el principio.
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Porque ya nadie sabe cuánto dinero va a hacer falta para recuperar la normalidad. Los bancos tienen ahora la certeza de que no hay poder político que resista la amenaza de la estabilidad económica. Los ciudadanos han asumido con resignación la evidencia de que su dinero sólo puede salvarse si se salva primero el de aquellos a quienes se lo han entregado en custodia. Sí, los amos de las finanzas han prometido ser buenos y no volver a jugárselo en la timba de la especulación de alto riesgo. Pero ni siquiera garantizan que no habrá más pérdidas, ni que los miles de millones entregados volverán al circuito del crédito. Esto es sólo una cantidad a cuenta; puede que necesiten más porque, oh Dios, ellos mismos ignoran la cuantía del destrozo sufrido. La manguera ya está enchufada y el mecanismo de suministro en marcha. Y los políticos que han acudido al rescate con el dinero de todos recibirán su prima en forma de aplauso de opinión pública. Quedan pequeños detalles pendientes, el paro y otros problemillas domésticos, pero al menos por ahora se ha salvado el sistema.
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Si no fuese porque estamos hablando de caballeros, cualquiera podría pensar que nos han sometido a un descomunal, gigantesco, universal chantaje. Y hemos cedido con la amarga certidumbre de que no había -o a nadie se le ha ocurrido- otro remedio.
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