martes, 22 de julio de 2008

Por los derechos de catalanes, gallegos y vascos


Las cabecitas nacionalistas siempre tienen las bombillas dispuestas para alumbrar un conflicto en los lugares más remotos. En cierto momento, mis deberes institucionales -que no mis intereses profesionales- me llevaron a vender cursos de español en Norteamérica. Y, en aquellas andanzas, me topé con un avispado político quebécois que me reveló el astuto plan, un tanto desencantado, eso sí, al encontrarse con mi asombro como persona, en lugar de mi entusiasmo como español: la diabólica idea consistía en imponer el español como segunda lengua, de manera tal que, siendo el francés, naturellement, la primera, quedaría marginado el inglés -y con él, pensé yo, millones de niños de la desdichada provincia en un subcontinente, y un mundo, de habla inglesa. Porque, en efecto, el problema en Canadá no lo tenía el inglés. El problema lo tenían los niños québecois, a punto de ser sometidos al experimento nacionalista.
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Por eso mismo, tienen razón los airados nacionalistas del contra-manifiesto frente al de la defensa de la legua común: el castellano o español, como tal lengua, no necesita defensa. Se defiende sólo mejor que bien. Es un idioma en expansión, hablado en cuatro continentes por unos 450 millones de habitantes, una de las tres lenguas más traducidas, con más páginas editadas y, tras el inglés, el más aprendido como segundo idioma. Ese no es el asunto, pues. Tampoco la cuestión está en el texto constitucional -que es acertado y preciso- como ha sido señalado en estas mismas páginas por el Profesor Solozábal, en un artículo ponderado y meditado. Pero, claro, toda legislación -y esto también lo reconoce nuestro jurista- hay que aplicarla. En otro caso, es papel mojado. Y resulta que, en este caso, lo es. Todos sabemos porqué. Sabemos que hay partidos radicales y políticos profesionales extremistas y autoritarios dedicados a construir naciones a la fuerza y fabricar nacionalistas por imposición. Y pueden hacer lo que hacen -también lo sabemos todos- porque Zapatero los ha convertido en su principal socio constituyente, como fórmula para aislar y expulsar al PP del sistema.
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La imposición de una lengua, en lugar de la libertad de elección, es parte del programa político y práctica del quehacer diario del nacionalismo soberanista. Por eso, también sabemos que empieza a ser más fácil escolarizar en castellano a un niño en Bruselas que en Barcelona. Las víctimas de la cruzada nacionalista no son los hispano hablantes de los EE. UU., pongamos por caso, que pronto superaran en número a los de la propia España. A los habitantes de Los Ángeles (Ca), Zacatecas o Puerto Mont, les traen al fresco la patología identitaria ibérica que, en algunos colegios, llega al extremo de reprender a los niños por hablar en español en el recreo. A los de Sevilla o Madrid, la agresión nacionalista les podrá indignar pero la verdad es que afectar, les afecta poco. Ellos no sufren el problema. Si acaso -y puestos a buscar el comentario cínico- les favorece: que Madrid se ha beneficiado del aldeanismo nacionalista que padece Barcelona y otros lugares, a la vista está.
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El problema lo tienen los niños catalanes, gallegos y vascos, a quienes se margina de un vehículo de inteligencia universal. Sobre todo, es un problema que afecta a los más modestos porque las gentes con posibles siempre pueden escapar de la discriminación por la puerta de la enseñanza privada: una vez más, la desigualdad está en la raíz de la política nacionalista. El problema, pues, no es el idioma. El problema es el derecho de las personas. ¿Hay algo más normal que, en un país cuya lengua mayoritaria es el castellano, las familias lo elijan -y lo exijan en los centros públicos- como idioma vehicular de la enseñanza de sus hijos? Y el entorpecer, violentar o impedir ese derecho en la práctica, ¿no es acaso una injusticia de la misma naturaleza a la cometida por Franco con aquellos ciudadanos catalanes o vascos que reclamaban la completa normalización de esos idiomas? En la misma línea, ¿puede sostenerse sin avergonzarse el espectáculo de unos funcionarios que dedican su tiempo -y el dinero de los contribuyentes- a imponer a golpe de multa el idioma políticamente correcto en que deben aparecer los rótulos de las empresas privadas? ¿Y qué decir de la imposición del idioma en los informes clínicos de unos pacientes que lo que ansían es curarse, aunque sea en serbo-croata?
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Toda esta pócima nacionalista despide un hedor autoritario insoportable y, a la postre, degradará los países y las culturas que alardea querer proteger, en la medida que administra recetas para el subdesarrollo. Hay, en efecto, lugares de nuestro país que hicieron su fortuna y labraron su éxito -que es el de todos- compitiendo por rentas comerciales e industriales pero, desgraciadamente, el virus nacionalista, que lo que persigue es maximizar poder, les está llevando a luchar por rentas fiscales -que es lo opuesto a su tradición e historia. En otro tiempo, Cambó reclamaba la “catalanización” de España. Y lo cierto es que, en poco más de un siglo, casi toda España se ha convertido en esa “Catalunya gran”, tolerante, cosmopolita e industriosa, con que soñara el dirigente de la Lliga. Lo que el gran político catalán nunca pudo suponer es que los nacionalistas se dedicaran ahora a “españolizar” -en el sentido más rancio y franquista del verbo- a Cataluña. Porque la triste realidad es que de vascos industriosos y comerciantes catalanes, los nacionalistas están fabricando políticos y burócratas provincianos, cerrados y ensimismados; en suma -y en palabras estereotipadas- madrileños. Pero madrileños de hace siglos. Por eso acabarán mal.
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José Varela Ortega

1 comentario:

Anónimo dijo...

tu lo dices:

"A los de Sevilla o Madrid, la agresión nacionalista les podrá indignar"

y porqué les tiene que indignar a ellos?
es aquí que tendría que haber indignados, y tal como va no los hay

los indignados son "de fuera"