domingo, 15 de febrero de 2009

LIBERALES

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ABC
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JON JUARISTI
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DURANTE los últimos meses de su vida, medio confinado en su domicilio tras el altercado verbal con Millán Astray, Unamuno repetía, en cartas y en conversaciones con los pocos que se arriesgaban a visitarle, la misma canción: «Estoy solo, como Croce en Italia». Y es que, en efecto, su situación de aislamiento recordaba, en cierto sentido, la del filósofo napolitano, desdeñosamente recluido en el Palazzo Filomarino, bajo la continua vigilancia de la policía fascista.

Pero en Benedetto Croce hubo, sin duda, mayor grandeza. Los arranques de valentía de Unamuno le honran, por supuesto, y no fue el menor aquel plante suyo en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936. Sin embargo, le faltó la tenacidad y la decisión de Croce. Unamuno ilustró trágicamente la debilidad del liberalismo español, su inconsistencia y sus repetidas y frívolas traiciones al proyecto de nación alumbrado en las Cortes de Cádiz. Hay quien se queja todavía de que no tengamos un Estado fuerte, cuando lo que de verdad nos falta es apego a la libertad, o sea, tanto a la capacidad de elegir, como, si ésta se nos negase, al derecho a resistir, «a ser impopular, a defender las propias convicciones simplemente porque son nuestras» (Isaiah Berlin). A Unamuno, como a la mayoría de nuestros liberales históricos, le horrorizaba ser impopular. No así a Croce, y esa diferencia moral tuvo consecuencias que trascendieron sus biografías.

Como la de Unamuno, la de Croce registra confusiones y desconciertos. Pasó por una fase juvenil socialista, bajo la influencia directa de Antonio Labriola, y aprobó inicialmente la implantación del fascismo. Ambos hechos presentan, en el caso de Croce, una vinculación íntima. Rompió con Labriola, porque llegó a la convicción de que el marxismo era pura charlatanería con pretensiones científicas infundadas, y porque el socialismo desnacionalizaba a los trabajadores, enfrentándolos con las instituciones creadas para defender las libertades cívicas y sometiéndolos a demagogias proclives a la tiranía. Pero no perdió la esperanza de que los socialistas superasen el dogmatismo marxista y las tendencias antinacionales que los alejaban del liberalismo, y por eso creyó ver en el fascismo, surgido del propio seno del socialismo, una tentativa regeneradora de la izquierda, nacional y liberal.

No tardó en desengañarse y asumir sus responsabilidades. Fue la única voz que se alzó desde un parlamento amedrentado para denunciar el asesinato del socialista Mateotti como un crimen de Estado y para gritar contra la destrucción terrorista de toda discrepancia. Resistió hasta el final. Primero, como un referente solitario en la agonía de las instituciones parlamentarias. Después, cuando ya no fue posible, escribiendo y difundiendo sus alegatos liberales y antifascistas en La Crítica, la revista bimensual que publicaba a sus expensas y que, aún en condiciones de clandestinidad, conseguía llegar a treinta mil lectores. Por último, y habiéndosele cerrado esta vía, reuniendo en torno suyo, durante sus escapadas al Piamonte, a jóvenes liberales de toda Italia en los que alimentaba la voluntad de oposición al régimen. Jamás cayó en la tentación de exigir Estados fuertes, cosa que sí hicieron sus homólogos españoles. Defendió una nación capaz de integrar, en libertad, los diferentes intereses e ideales de sus ciudadanos, y salió de la noche totalitaria habiendo logrado dar al liberalismo italiano una continuidad y, sobre todo, un prestigio que los liberales españoles como Unamuno ya habían perdido antes de la guerra civil.
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1 comentario:

alfredo dijo...

Interesante escrito. Por desgracia, el liberalismo español actual, sigue sin norte, bajo la batuta de Losantos y otros, convertido en un esperpento, capaz de renunciar a la libertad en nombre de la seguridad, al estilo fascista(como hoy defender a uno de ellos en una de sus tertulias, mejor dicho monólogos, apoyando guerras preventivas...).
Saludos