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El Economista
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Albert Rivera
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Estos días estamos de aniversario, por lo menos aquellos que creemos que la mejor manera de organizar un Estado es en un sistema constitucional y de derecho. Y como en todos los cumpleaños nos debemos felicitar por haber llegado a la edad alcanzada, en este caso 30 años de Constitución pero, sobre todo, debemos pedir un deseo. Y a mí como ciudadano español me gustaría hoy hacer público el mío.
Si bien es cierto que los treinta años de Constitución en España han supuesto sin duda los mejores años democráticos de nuestra historia, eso no nos debe llevar a la autocomplacencia, a no juzgar y analizar qué errores hemos cometido. Y creo que el más flagrante, y el que cada vez más ciudadanos están detectando en nuestro sistema, es el de la consagración de una casta política que vive y dirige el país para su propia supervivencia como clase dirigente. Los padres de la Constitución concibieron un sistema que tenía como principal objetivo la estabilidad del país, con el fin de evitar sobresaltos después de 40 años de dictadura y una guerra civil. Y por eso implícitamente pusieron todos los ingredientes para que pasáramos de una dictadura a una partitocracia ya que la ley electoral, y la propia arquitectura que se ponía en marcha del Estado de las Autonomías, le iba a conceder a los partidos políticos todo el peso de la democracia. Pero ese principio de estabilidad, que según se deduce del propio debate constituyente debería haber tenido un carácter transitorio en los primeros años, podría haber sido revisado una vez constatado que la democracia avanzaba buscando una democracia mas participativa. Pero nunca se hizo, básicamente, porque a los grandes partidos que han gobernado España, UCD, PSOE o PP, y a los partidos nacionalistas, ya les iba bien ese sistema partitocrático. Y en buena medida es por ello que hoy nos encontramos con una sociedad civil española asfixiada y prácticamente confundida con los tentáculos de los partidos políticos.
Lo partidos políticos han llegado a todos los poderes públicos, pero sobre todo han enterrado a la sociedad civil. Si uno hace un pequeño recorrido por estos resortes lo puede comprobar fácilmente. El Consejo General del Poder Judicial es escogido por el poder Ejecutivo y Legislativo. De facto, hace unos meses se supo incluso que Zapatero y Rajoy pactaron el nombre de su actual presidente. El Tribunal Constitucional, tres cuartas partes de lo mismo; las Cajas de Ahorros están controladas por los diferentes partidos políticos que gobiernan en el ámbito territorial de estas entidades; los grandes sindicatos en vez de defender los intereses de los trabajadores frente al poder Ejecutivo o Legislativo se han convertido, a base de suculentas subvenciones, en la comparsa folclórica de los partidos que les alimentan. Solo hay que ver la falta de independencia que supone un dirigente sindical como Cándido Méndez subido a la tribuna en el mitin anual del PSOE en León. Los partidos se han metido a controlar o tutelar incluso a las asociaciones de vecinos, casas regionales o colegios profesionales, y claro, a ver quien se atreve a morder la mano que le da de comer. Hasta buena parte de los artistas se venden por una buena subvención a su película, obra o exposición. ¿Y el cuarto poder? Los medios de comunicación, la única esperanza que deberíamos tener los ciudadanos para ser informados de lo que está pasando para poder exigir la disolución de esta casta política, los públicos pero también la inmensa mayoría de los privados, están más metidos en el entramado que los propios partidos.
Pero el hecho de que los partidos políticos se hayan convertido en los amos de la democracia podría ser legítimo si estas organizaciones fueran participativas, exquisitamente democráticas y primara la excelencia sobre la mediocridad. Pero es una evidencia que los partidos políticos tradicionales quieren liderar la democracia sin aplicarla en su casa. Defienden listas electorales cerradas y bloqueadas para decidir sus representantes públicos, quien se mueve no sale en la foto. Los militantes solo sirven para pagar su cuota, y lo peor de todo, el gran drama, el bajo nivel intelectual, profesional e incluso la poca capacidad de pensar en el interés general por encima del interés personal o partidista demasiado común entre sus miembros dirigentes.
Si bien es cierto que los treinta años de Constitución en España han supuesto sin duda los mejores años democráticos de nuestra historia, eso no nos debe llevar a la autocomplacencia, a no juzgar y analizar qué errores hemos cometido. Y creo que el más flagrante, y el que cada vez más ciudadanos están detectando en nuestro sistema, es el de la consagración de una casta política que vive y dirige el país para su propia supervivencia como clase dirigente. Los padres de la Constitución concibieron un sistema que tenía como principal objetivo la estabilidad del país, con el fin de evitar sobresaltos después de 40 años de dictadura y una guerra civil. Y por eso implícitamente pusieron todos los ingredientes para que pasáramos de una dictadura a una partitocracia ya que la ley electoral, y la propia arquitectura que se ponía en marcha del Estado de las Autonomías, le iba a conceder a los partidos políticos todo el peso de la democracia. Pero ese principio de estabilidad, que según se deduce del propio debate constituyente debería haber tenido un carácter transitorio en los primeros años, podría haber sido revisado una vez constatado que la democracia avanzaba buscando una democracia mas participativa. Pero nunca se hizo, básicamente, porque a los grandes partidos que han gobernado España, UCD, PSOE o PP, y a los partidos nacionalistas, ya les iba bien ese sistema partitocrático. Y en buena medida es por ello que hoy nos encontramos con una sociedad civil española asfixiada y prácticamente confundida con los tentáculos de los partidos políticos.
Lo partidos políticos han llegado a todos los poderes públicos, pero sobre todo han enterrado a la sociedad civil. Si uno hace un pequeño recorrido por estos resortes lo puede comprobar fácilmente. El Consejo General del Poder Judicial es escogido por el poder Ejecutivo y Legislativo. De facto, hace unos meses se supo incluso que Zapatero y Rajoy pactaron el nombre de su actual presidente. El Tribunal Constitucional, tres cuartas partes de lo mismo; las Cajas de Ahorros están controladas por los diferentes partidos políticos que gobiernan en el ámbito territorial de estas entidades; los grandes sindicatos en vez de defender los intereses de los trabajadores frente al poder Ejecutivo o Legislativo se han convertido, a base de suculentas subvenciones, en la comparsa folclórica de los partidos que les alimentan. Solo hay que ver la falta de independencia que supone un dirigente sindical como Cándido Méndez subido a la tribuna en el mitin anual del PSOE en León. Los partidos se han metido a controlar o tutelar incluso a las asociaciones de vecinos, casas regionales o colegios profesionales, y claro, a ver quien se atreve a morder la mano que le da de comer. Hasta buena parte de los artistas se venden por una buena subvención a su película, obra o exposición. ¿Y el cuarto poder? Los medios de comunicación, la única esperanza que deberíamos tener los ciudadanos para ser informados de lo que está pasando para poder exigir la disolución de esta casta política, los públicos pero también la inmensa mayoría de los privados, están más metidos en el entramado que los propios partidos.
Pero el hecho de que los partidos políticos se hayan convertido en los amos de la democracia podría ser legítimo si estas organizaciones fueran participativas, exquisitamente democráticas y primara la excelencia sobre la mediocridad. Pero es una evidencia que los partidos políticos tradicionales quieren liderar la democracia sin aplicarla en su casa. Defienden listas electorales cerradas y bloqueadas para decidir sus representantes públicos, quien se mueve no sale en la foto. Los militantes solo sirven para pagar su cuota, y lo peor de todo, el gran drama, el bajo nivel intelectual, profesional e incluso la poca capacidad de pensar en el interés general por encima del interés personal o partidista demasiado común entre sus miembros dirigentes.
Por tanto, mi deseo para los próximos años es que se desmorone este muro que se ha levantado entre la política y los ciudadanos, que surjan voces críticas con voluntad de cambio desde la verdadera sociedad civil. Una sociedad civil viva, sin miedo a la represalia, o al cierre de la subvención, controlaría y marcaría las prioridades de nuestra sociedad al poder político. Y también unos medios de comunicación con una voluntad de informar de todo lo que sucede que facilitasen la rebelión cívica y democrática de la ciudadanía.
De momento unos pocos se comen el pastel y los ciudadanos pagamos la fiesta, ojala de aquí a 30 años podamos asegurar que ya no hay pastel ni pasteleros, si no instituciones públicas ejemplares al servicio de los ciudadanos. Pero para ello, y ya desde hoy mismo, debemos proclamar, como acertadamente “The Economist” titulaba en su polémico reportaje sobre España, “The party is over”, la fiesta se ha acabado.
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