viernes, 13 de junio de 2008

Epílogo de España


Epílogo de España
por
MIQUEL PORTA PERALES,
Crítico y escritor
CUENTA la mitología griega que Apolo sintió una desventurada pasión por Casandra. Y sobre ella derramó sus favores otorgándole el don de la profecía. Pero la princesa troyana no cedió a los requerimientos de Apolo. Fue entonces cuando éste convirtió la bendición en maldición. Así, aunque fuera cierta la predicción anunciada, nadie creyó a una Casandra que advirtió a los troyanos de los peligros -el caballo de madera- que acechaban. Una loca, aseguraban. Tal es lo que viene ocurriendo hoy en España con quienes afirman que la reforma del modelo de Estado auspiciada por Rodríguez Zapatero puede concluir, cual Caballo de Troya, en un proceso soberanista de imprevisibles consecuencias. Unos catastrofistas, dicen. Y es que España -sostienen- no se rompe.
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Cierto es que, de momento, España no se rompe. Pero sí puede resquebrajarse. Hablemos de Cataluña. ¿Qué ocurre en esa esquina de España? Que una minoría quema fotografías de Su Majestad y la respuesta de la sociedad política y civil es débil y se produce con retraso, que en la retransmisión del discurso navideño de Su Majestad se conecta justo cuando el himno nacional ya no se escucha, que con motivo de la visita de los Príncipes Don Felipe y Doña Letizia a una escuela de negocios ningún representante del Govern -José Montilla está en una subasta de pescado en Sant Carles de la Ràpita- asiste al acto. Ocurren más cosas: se deslegitiman las instituciones del Estado al cuestionar -¿coaccionar?- preventivamente una resolución del Tribunal Constitucional contraria al Estatuto, CiU habla del «derecho a decidir», José Montilla percibe el «desapego» de Cataluña en relación a España, en materia lingüística persiste la deriva monolingüe catalana con el consiguiente anticastellanismo. Por lo demás, en Cataluña, España no es una nación, sino un Estado, la información meteorológica se concentra en el territorio de los llamados Países Catalanes, la provincia desaparece en favor de la comarca, se reivindican las selecciones nacionales catalanas, se ridiculiza lo español, se dirige la mirada hacia Montenegro, Escocia o Kosovo: «Es para mí un gran honor, como responsable de Asuntos Exteriores del gobierno de Cataluña, poder felicitarle por su reciente nombramiento como primer ministro, al tiempo que querría darle nuestra enhorabuena por la consecución de la independencia de Kosovo», se lee en la misiva que el consejero de la vicepresidencia de la Generalitat de Cataluña -travestido de «responsable de Asuntos Exteriores»- dirigió a Hashim Thaçi, primer ministro de la República de Kosovo. Si hablamos del agua -los ríos son elementos de vertebración nacional-, hay quien prefiere el Ródano al Ebro. Por supuesto: cualquier crítica del pensamiento nacionalmente correcto imperante en Cataluña es descalificada como muestra de anticatalanismo o catalanofobia.
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Ante lo que sucede en Cataluña, un politólogo afirmaría que estamos asistiendo a un proceso de invención nacional. Efectivamente, en Cataluña se inventa una nación territorial -una patria histórica- que convive con otras naciones territoriales, se subraya la diferencia entre el «nosotros» y el «ellos», se instala y se educa el «nosotros» en una cultura propia y diferenciada con el objeto de transformarlo en un sujeto de la historia. Al respecto -por sacar a colación el «nacionalismo banal» de Michael Billig-, en Cataluña existe un nacionalismo difuso que aparece en todas las manifestaciones rutinarias -símbolos, lengua, educación, información, cultura, deporte, etc.- de la vida cotidiana. Un nacionalismo que actúa sobre el subconsciente individual y concibe España como lo exterior. Y ese proceso de ingeniería social deliberada necesita la figura del enemigo imaginario, la figura del homogeneizador o seductor con fines perversos, a quien culpar de los males existentes. En nuestro caso, la culpa de lo malo que ocurre en Cataluña, así como de lo bueno que no ocurre, la tiene España. Es decir, el Estado español. Y como el problema reside en una Transición que ha conducido a Cataluña a un callejón sin salida -el Estado ha roto el pacto establecido por los constituyentes, dicen-, habría que revisar dicha Transición o hacer una segunda -ahí está el nuevo Estatuto- que colme las aspiraciones -insaciables, por cierto- de esa nación sin Estado que es Cataluña. Noten la perversidad del razonamiento: se quiere romper el pacto de la Transición con el argumento -así se consigue la legitimidad ideológica buscada- de que son los otros quienes lo han roto previamente. Y el caso es que este razonamiento empieza a calar en determinados sectores.
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En efecto, en Cataluña toma cuerpo un discurso identitariamente sobrexcitado y recalentado que sentencia el fin de la afectio societatis. En síntesis, los españoles y los catalanes cada vez se sentirían más alejados y ajenos los unos de los otros y, en consecuencia, la ruptura afectiva -el distanciamiento sentimental- sería profunda. Tan profunda que iría más allá de los intereses compartidos. ¿La culpa? Para unos -como se dijo-, de España. Para otros, como ocurre en las separaciones matrimoniales, no hay culpable. ¿La solución? El fin de la regionalización de España a través de un constitucionalismo con acento confederal, o de un confederalismo puro y duro, o de la autodeterminación, la secesión y la independencia. En cualquier caso, se trataría de alcanzar un autogobierno -una soberanía- que permitiera decidir qué tipo de objetivos, dependencias y relaciones quiere establecer Cataluña con otros países y regiones del planeta. Se trataría, como dice un politólogo nacionalista catalán, de apostar por «un independentismo tranquilo de hecho» que permitiera superar ese «suicidio colectivo que es la autonomía». En definitiva, «hay que mirar menos a España y más a Europa y al mundo». Y tomen nota de lo que dice Ernest Maragall, consejero de Educación: Cataluña debe demostrar que es un «país entero y normal».
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¿Cui bono? ¿A qué intereses sirve esta aspiración soberanista? Los clásicos de la politología dirían que a los intereses de la burguesía, de las clases medias, de la clase política, de la intelligentsia. Si tenemos en cuenta que para la burguesía España sigue siendo todavía un buen negocio, si tenemos en cuenta que las clases medias -el común de la ciudadanía- no están todavía por la labor a tenor de lo que dicen las encuestas, ¿cui bono? A la clase política y a la intelligentsia. A una clase política nacionalista o neonacionalista de derecha e izquierda que se mueve confortablemente en el seno de un relato que ella misma ha construido y que le puede deparar ciertos beneficios políticos, simbólicos y económicos. Y, como decíamos, a una intelligentsia nacionalista ideológicamente muy connotada que espera ver reconocido y premiado su talento.
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El soberanismo catalán, metafísico y providencialista, maniqueo y descortés -grosero e hiriente, a veces-, está escribiendo el epílogo de España. Y hasta ahora lo ha hecho con la anuencia de un Rodríguez Zapatero interesado en mantener el poder «como sea». La diferencia entre la Cataluña real y la virtual debe borrarse, el irredentismo como vía para encubrir las propias insuficiencias debe desvanecerse, los intereses corporativos deben eclipsarse, las concesiones políticas deben terminarse. En definitiva, hay que poner la sensatez, el coraje e inteligencia debidas para evitar que la profecía de Casandra -el Caballo de Troya de un nuevo modelo de Estado- se cumpla en una España que, para empezar, difícilmente resistiría por mucho tiempo la relación bilateral con las partes.
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